El 15 de febrero del 2020 escribíamos sobre la posible e inminente expansión pandémica del virus 2019-nCoV1. Justo un año después conocemos mejor las características antigénicas, el ciclo replicativo y el genoma del SARS-CoV-2, pudiendo identificar posibles dianas terapéuticas y confirmar su alta transmisibilidad, incluyendo aerosoles. Sabemos que ello aumenta el riesgo de contagio en ambientes cerrados, aunque se mantenga la distancia de seguridad. Esto conlleva la necesidad de extremar las medidas de prevención, especialmente entre profesionales sanitarios, por el riesgo en su práctica clínica2,3. España alcanzó un porcentaje de contagio de COVID-19 del 21,4% entre los profesionales sanitarios. Los motivos y consecuencias de esta alta tasa de contagios son clave, ya que los mecanismos de transmisión convirtieron a los trabajadores sanitarios no solo en personas de riesgo sino en vectores de transmisión por el contacto estrecho y continuo con personas afectadas por la COVID-19.
Durante este año las variaciones de procedimientos y actuaciones según se iban adquiriendo conocimientos ocasionaron confusión entre los profesionales, que tenían la percepción de que las medidas correctas se implantaban tarde. La escasez de material de protección personal y de material necesario para dar soporte a los pacientes más graves llevó a las autoridades a establecer planes de priorización y racionalización de recursos materiales, reservando los de mejor protección para los profesionales expuestos a procedimientos generadores de aerosoles4.
Entre las medidas recomendadas en las conclusiones del estudio SANICOVI®5 se incluyen acciones preventivas, protectoras, formativas y organizativas de los recursos, tanto humanos como materiales. De esta manera no solo se evitan contagios entre profesionales sanitarios, sino que se garantiza una atención segura al usuario. Las cargas de trabajo se deben ajustar al contexto asistencial, reforzando los procedimientos de prevención, mejorando la formación, la difusión y la disposición de los protocolos, con el fin de adecuar las medidas de protección.
Se ha incrementado el diagnóstico de la COVID-19 incorporando test rápidos que detectan antígenos virales o anticuerpos aglutinantes, mejorando la detección de la fase aguda o de convalecencia. La sensibilidad y la especificidad de cada prueba se relacionan con la fase de la infección, por lo que cada una tiene un período de rentabilidad máxima fuera del cual sus resultados pueden ser erróneos6. Por ello, cada test debe elegirse para el mejor momento y circunstancia7.
Se conoce mejor la evolución de la COVID-19, caracterizada por una fase inicial viral, seguida de otra fase hiperinflamatoria y protrombótica, influyendo todas en las diversas manifestaciones de la enfermedad7. Se han identificado además diversos factores pronósticos que han marcado en gran medida el manejo de los pacientes durante los meses de pandemia8 y se ha abandonado el uso inicial sin evidencias de lopinavir/ritonavir, hidroxicloroquina o azitromicina, tras demostrarse en ensayos su ineficacia.
Los estándares actuales del tratamiento son la oxigenoterapia, con emergencia de la oxigenoterapia a alto flujo (OAF), y la necesidad de desarrollar unidades de cuidados respiratorios intermedios. En estas unidades la necesidad de intubación orotraqueal (IOT) disminuye de manera notable, reduciendo así las complicaciones y la mortalidad asociadas a ella (IOT 54% vs no IOT 7%), gracias a la ventilación mecánica no invasiva y los cuidados de alta dependencia (p.ej., el decúbito prono)9. A nivel farmacológico, y a pesar de sus evidentes limitaciones, seguimos recurriendo a remdesivir como antiviral, dexametasona (u otros esteroides) como antiinflamatorios10 y la anticoagulación para prevenir o tratar la enfermedad tromboembólica. Tocilizumab, bloqueador del receptor de IL-6, sigue usándose, pese a resultados contradictorios en ensayos clínicos.
Se está obteniendo reciente información esperanzadora con plasma de convalecientes, gammaglobulina hiperinmune y anticuerpos monoclonales anti epítopos virales, como bamlanivimab o casirivimab con imdevinab o etesevimab11. La FDA ha autorizado bamlanivinab solo o asociado a etesevinab para pacientes leves-moderados no hospitalizados. A la espera de nuevas evidencias, el antiparasitario ivermectina, el inhibidor JAK baricitinib o los inhibidores de IL-1 no reúnen aún datos para recomendar su uso12. En dos ensayos, colchicina acortó el tiempo de recuperación y disminuyó hospitalizaciones y complicaciones. Plitidepsina, aprobada para el mieloma múltiple, ha mostrado recientemente actividad anti SARS-CoV-2 en estudios preclínicos 27,5 veces mayor que la de remdesivir.
Afortunadamente, y al contrario que estos pobres avances terapéuticos, se han autorizado varias vacunas en apenas 10meses, incluyendo las novedosas de m-RNA (Pfizer, Moderna), vectores virales, usadas para el ébola (Astra-Zeneca) y otras de próxima disponibilidad, de m-RNA (Curevac), de vectores (Janssen o la rusa Gamaleya) y las de subunidades con adyuvante (Novavax, Sanofi-GSK)13. Todas ellas tienen como diana la proteína de la espículaS.
La altísima replicación viral ha propiciado la aparición de variantes por mutaciones, incluidas las de la espícula, lo que merece estrecha vigilancia. Los países orientales priorizaron técnicas tradicionales (virus inactivados), menos potentes pero con más dianas virales. Las vacunas actuales son seguras y muy eficaces, aunque no se conoce la duración de la inmunidad ni si prevendrán la enfermedad o la infección, evitando contagios desde vacunados. Existen interesantes proyectos de algunas vacunas por vía mucosa, potentes y con inmunidad esterilizante. Todo apunta a que necesitaremos recibir más de una vacuna.
La COVID-19 condiciona síntomas persistentes en la mayoría de los pacientes (fatiga, debilidad muscular, dificultad para dormir, ansiedad o depresión)14. Sus complicaciones a largo plazo siguen siendo desconocidas. En la fase aguda ha obligado a dar un paso atrás en la humanización, volviendo a las restricciones en las visitas a los afectados e incluso a su prohibición. A pesar de los esfuerzos del sistema por aumentar la capacidad de respuesta en las residencias, centros de salud y hospitales, la pandemia está generando retrasos en la atención15 y limitando la participación activa del usuario. En las áreas en las que es posible se ha acelerado la transformación hacia la cibersalud, pero ¿estamos preparados?
Después de un año, podemos afirmar que las acciones relacionadas con la bioseguridad y tratamiento de la COVID-19 deben estar respaldadas por la ciencia y la evidencia de alta calidad para que sean eficaces. La «política basada en la evidencia»16 debe contemplar la colaboración de todos los actores implicados en los desafíos actuales y futuros desde un primer momento. Además de la repercusión sobre la ciudadanía, las consecuencias sobre el profesional sanitario empiezan a ser palpables, no solo por la acumulación de jornadas laborales y contagios, sino también por el distrés moral generado.